jueves, 31 de julio de 2008

Los escenarios pos FARC/ Raúl Zibechi

Los escenarios pos FARC

Raúl Zibechi



ALAI AMLATINA, 11/07/2008, Montevideo.- En el primer semestre de 2008 se ha producido un fuerte viraje político que le permite a las derechas, locales y globales, y a las multinacionales, recuperar posiciones y retomar la ofensiva. El viraje no se circunscribe a Colombia, aunque tiene allí su epicentro mayor, sino que se extiende a países como Argentina, Bolivia y Perú, pero en lo esencial afecta a toda la región.

En Colombia, si alguna vez hubo algún equilibrio estratégico entre las FARC y las fuerzas armadas, en los últimos meses se ha quebrado a favor del Estado. La guerrilla perdió toda posibilidad de negociar un acuerdo humanitario en condiciones favorables, no puede mantener ofensivas militares ni políticas, sufre un agudo descrédito entre la población y ya no cuenta con aliados significativos en la región ni en el mundo. Aún así, lo más probable es que las FARC sigan adelante, con menguada capacidad de iniciativa y con la probable fragmentación entre sus mandos y frentes, como lo sugiere el desenlace de la liberación de los 15 secuestrados.

La estrategia delineada por el Comando Sur y el Pentágono, y plasmada en el Plan Colombia II, no contempla ni la derrota definitiva ni la negociación con la guerrilla. Eliminar a las FARC del escenario sería un pésimo negocio para la estrategia imperial de desestabilización y recolonización de la región andina, a la que Fidel Castro definió como
“paz romana”. Ese proyecto no puede llevarse a cabo sin guerra, directa o indirecta, o sea sin la desestabilización permanente como forma de reconfiguración territorial y política de la estratégica región que incluye el arco que va de Venezuela a Bolivia y Paraguay, pasando por Colombia, Ecuador y Perú.

Por un lado, se trata de despejar la región andina para facilitar el negocio multinacional actual (minería a cielo abierto, hidrocarburos, biodiversidad, monocultivos para agrocombustibles) que supone tanto la apropiación de los bienes comunes como el desplazamiento de las poblaciones que aún sobreviven en esos espacios. No estamos ante un
capitalismo, digamos, “normal”, el que fue capaz en su momento de establecer alianzas y pactos que dieron vida al Estado benefactor, sobre la base de la triple alianza entre Estado, empresarios nacionales y sindicatos. Se trata de un modelo financiero-especulativo y de acumulación por desposesión, que sustituye las negociaciones por las guerras y la extracción de plusvalor por la apropiación de la naturaleza. O sea, un capitalismo de guerra para tiempos de decadencia
imperial.

Este sistema asume la forma de capitalismo criminal o mafioso en países como Colombia, porque no sólo es funcional a la guerra y al robo, sino que ellas forman su núcleo central, su principal modo de acumulación. Eso explica la alianza estrecha entre empresas privadas de guerra, que cuentan en ese país con 2 a 3 mil mercenarios apodados ahora “contratistas”, con un Estado paramilitar como el que encabeza Álvaro Uribe, asentado en la alianza con paramilitares y narcotraficantes. En Colombia, a ese orden de cosas le han hecho frente tres fuerzas: la guerrilla, la izquierda del Polo Democrático y los movimientos sociales. La primera cree que puede vencer con las armas o negociar con ese nuevo
poder. El Polo desestima el papel de Washington y de las multinacionales, como diseñadores y usufructuarios del Estado paramilitar mafioso, y sobreestima por lo tanto los márgenes democráticos. Los movimientos, por su parte, tienen grandes dificultades para superar la escala local y sectorial y no están en condiciones, por ahora, de erigirse en actores alternativos.

El Plan Colombia II fue el encargado de diseñar ese Estado militarista y en este momento busca afianzarlo. Ahora que las FARC no representan riesgo mayor para ese proyecto, aparece con claridad el objetivo de largo plazo trazado. Lejos de abrir espacios para la negociación, como desea la izquierda, el mensaje de los últimos meses indica un solo camino: ni la paz ni la rendición les garantiza la vida a los guerrilleros. O combaten y resisten o les espera el exterminio, como sucedió a fines de la década de 1980. Se trata de golpear sus núcleos territoriales para desplazarlos hacia las zonas fronterizas con Venezuela y Ecuador, donde el Plan Colombia II aspira a convertirlos en instrumento de la esestabilización regional.

Por eso Venezuela y Hugo Chávez adoptaron la estrategia de reducir la tensión con el gobierno de Uribe. No se trata de una cuestión ideológica, como pretenden algunos analistas. Ese debate vale para las mesas de café o los despachos académicos, pero tiene escasa utilidad cuando se trata de la supervivencia de proyectos de cambio social. Si se consolida el proyecto imperial, toda la región sufrirá con la polarización, de ahí la urgencia por desmontar los conflictos, tanto en Colombia como en Argentina y Bolivia.

Un eventual triunfo de Barack Obama tampoco modificará las cosas. Puede atemperar los rasgos más autoritarios del uribismo, lo que explica el nerviosismo del gobierno de Bogotá y su solícita alianza con el candidato republicano. Lo cierto es que los planes del Comando Sur no dependen del inquilino de la Casa Blanca, y que estos apuntan a promover una acción integral en la región que la convierta en una zona estable y un baluarte inexpugnable para mantener la hegemonía estadounidense a escala global. En suma, las elites imperiales aspiran usar la fuerza de las armas para revertir su decadencia, que pasa por la recolonización de América Latina. En un período como el actual, sólo la movilización popular y las vías políticas pueden contribuir a debilitar la ofensiva que viene del Norte.

- Raúl Zibechi, periodista uruguayo, es docente e investigador en la
Multiversidad Franciscana de América Latina, y asesor de varios grupos
sociales.

lunes, 7 de julio de 2008

Las FARC AHORA

Las FARC, ahora

Guillermo Almeyra
La Jornada

El asesinato en 1948 de Jorge Eliécer Gaitán, de la izquierda del Partido Liberal y casi seguro vencedor en las elecciones presidenciales anunciadas, desencadenó el Bogotazo y, en toda Colombia, el periodo conocido como “La Violencia”, que causó decenas de miles de muertes y cientos de miles de refugiados.

Los campesinos liberales tomaron las armas contra los “pájaros” (delincuentes y asesinos organizados por los conservadores) y el ejército y formaron milicias de autodefensa campesina; el Partido Comunista se unió a ellos. Cuando el general Rojas Pinilla, una especie de Perón colombiano, dio un golpe nacionalista en 1953 que desplazó a los partidos tradicionales (Liberal y Conservador), ofreció una amnistía a la cual se acogieron miles de guerrilleros liberales. Un puñado, sin embargo, apoyado por los comunistas, se negó a entregar las armas y resistió en un territorio, la “República de Marquetalia”, bajo la dirección de Pedro Antonio Marín (conocido como Manuel Marulanda o Tirofijo) cuya familia era militante activa del liberalismo. Las guerrillas liberales combatían a los terratenientes conservadores en una Colombia en poder de la oligarquía que desde la Colonia estaba dividida entre los conservadores, apoyados por la Iglesia, y los liberales, respaldados por la intelectualidad y sectores medios urbanos y en la que el aparato estatal carecía de consenso pues mantenía a raya a los sectores populares mediante una represión feroz (como el asesinato de Gaitán) mientras en el campo imperaba la justicia de los patrones-caudillos.

Con la guerra fría y la intervención estadunidense en Colombia, un país estratégico para combatir la revolución cubana, la guerrilla liberal de izquierda de Marulanda evolucionó y se declaró comunista y, a partir de 1964 constituyó las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) con la línea “marxista-leninista” inventada por el estalinismo (que, por supuesto, no era la de los cubanos ni la del sector no comunista –MIR y Douglas Bravo– de los guerrilleros venezolanos de esos años). Las FARC siguieron apoyándose en la rebelión rural y reclutaban campesinos en un periodo (el de los años 60-70) en que las guerrillas rurales estaban en el orden del día y tenían también la ambición de desarrollar movimientos revolucionarios urbanos.

Pero a partir de fines de los años 70 la mundialización dirigida por el capital financiero internacional provocó grandes cambios en cada país y en escala regional y mundial. La gran ofensiva contra las conquistas sociales y el nivel de vida de los trabajadores urbanos y contra todas las formas de organziación y solidariedad (partidos, sindicatos) se desarrolló simultáneamente a la restructuración del territorio, subordinando los cultivos a las necesidades del capital, cuyas trasnacionales pasaban a dominar el sector rural, destruyendo las comunidades campesinas e indígenas. La masiva siembra de drogas para el mercado estadunidense fue una de las manifestaciones de esta transformación productiva y social. Otra fue la migración masiva hacia las ciudades y el exterior de los campesinos reprimidos, oprimidos, crecientemente empobrecidos. El aparato estatal pasó también a basarse sobre el ejército, ligado a la droga y a la delincuencia de los paramilitares, asesinos, saqueadores, violadores. A eso se unió la destrucción por la violencia de los gérmenes de vida sindical democrática y de todo intento de crear una izquierda urbana pacífica, y el aumento gigantesco de la corrupción de las instituciones (desde la electoral hasta el Parlamento y la justicia), cuyo resultado es el actual gobierno de Uribe.

El fin de las guerras de guerrillas en Centroamérica, el asesinato del Che y la evolución de la revolución cubana en los años 70-80, el derrumbe de la Unión Soviética y del llamado “socialismo real” burocrático en los países de Europa oriental, aislaron a las FARC, que nunca brillaron por una elaboración teórica propia y que eran una organización guerrillera que actuaba como partido sin serlo, lo cual fomentaba el militarismo, el pragmatismo, el verticalismo entre sus cuadros y mandos.

Pero el problema es aún más grande y lo han planteado incluso Chávez y Correa: Uribe encuentra en la existencia de las FARC la justificación para un régimen basado en el asesinato de sindicalistas y opositores, en los paramilitares, en el ejército ligado a Estados Unidos, y las FARC no tienen apoyo en la sociedad, sobre todo en los centros urbanos, donde la oposición democrática tiene sobre ella la hipoteca de la lucha guerrillera, que puede explicar pero no apoyar política y moralmente.

Hace rato que las armas tenían que ser remplazadas por una acción política de masas, pero las experiencias del pasado –el asesinato masivo de los que se desarmaron y escogieron la lucha legal– y la acción del imperialismo y de Uribe quieren encerrar a las FARC en la disyuntiva de quedar aisladas y hacerse matar en la selva, perdiendo cada vez más militantes por desmoralización, deserción, corrupción por el gobierno o de rendirse sin garantías. La propuesta de Chávez de formar un grupo de países garantes de la seguridad de los miembros de las FARC que opten por la vida política legal y la oferta de Sarkozy de asilo político a quienes prefieran exiliarse por un tiempo podrían servir para dificultar mucho la represión gubernamental que, como lo demuestran los continuos asesinatos de sindicalistas, seguirá ejerciéndose con o sin guerrillas como pretexto, porque forman parte del plan estadunidense para la región. Pero si las FARC iniciasen una discusión nacional e internacional sobre las condiciones políticas, económicas y militares para dejar las armas y las garantías necesarias, quien se encontraría en dificultades sería Uribe.